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Una guardia civil, experta en identificación facial, que llevaba una muleta con cámara fingiéndose enferma, fue quien finalmente cazó al terrorista fugitivo cuando entraba en un hospital de Francia a las 7.14 horas del jueves.

Se separó unos metros de la puerta levantando la barbilla, mirando hacia todas partes como si estuviese esperando a alguien que se hubiera olvidado de recogerla. Nadie a la vista y de nuevo regresó caminando despacio hasta el umbral del hospital. Eran las seis de la mañana y llevaba ya una hora yendo y volviendo. Escrutando el discurrir de los coches de la carretera de acceso, fijándose en quienes se acercaban desde el aparcamiento más próximo, sin poder reprimir, de vez en cuando, un pequeño gesto de dolor. Todavía no se había acostumbrado a llevar aquella muleta que, a veces, más que ayudarla en sus idas y venidas, interfería en su modo de caminar de natural atlético. «Si no fuera por esta maldita muleta…», parecía pensar.

Era rubia, delgada e insultantemente joven: 23 años. Algo en sus gestos revelaba que fuera lo que fuera lo que la tenía esperando, no había logrado sacarla de sus casillas. Los nervios contenidos, la mirada avizora. Por si acaso. Ya habían pasado más de dos horas desde el inicio de su guardia y, de repente, exclamó: «Es él». No dudó ni por un segundo. Ella dijo un «es él» rotundo y sin vacilar. Se aproximó con rapidez al tipo fibroso, extremadamente delgado, que se acercaba con una mochila a la espalda y, en su determinación, tiró al suelo la muleta con cámara incorporada que había estado arrastrando durante toda la mañana, se aseguró de que tenía a mano la pistola y le agarró del brazo. Durante unos segundos que parecieron años nada se escuchó al otro lado de los auriculares. Hasta que ella, con Josu Ternera bien sujeto, confirmó: «Es él, lo tenemos». Eran las 7.14 horas de la mañana.

En esos momentos, Josu Urrutikoetxea Bengoetxea, el terrorista más buscado, el último general de la desintegrada organización terrorista ETA, el hombre que se había zafado de comparecer ante un juez durante 17 años, ni siquiera se resistió. No negó su identidad, no dijo eso de «ustedes se confunden». Sencillamente, se quedó clavado. En cuestión de segundos, todos los agentes de inteligencia franceses que estaban camuflados en los alrededores del aparcamiento del moderno hospital de Sallanches, los guardias civiles que participaban en el operativo de incógnito, se apresuraron a ayudar a la agente española que sujetaba con firmeza al terrorista.

Josu Ternera no podía escucharlo pero, en aquellos momentos, todos los mandos que habían estado preparando la operación y que pudieron seguirla en tiempo real por los dispositivos de transmisiones que llevaban los agentes, se abrazaron emocionados. «De puta madre», soltó uno de ellos sin reprimirse. Después de eso, ella lloró. Y también sus compañeros. Y también sus superiores. En algún momento de las horas posteriores, se les escaparon las lágrimas. Y no sólo por el subidón de adrenalina.

Todos ellos se sentían enormemente satisfechos. «Se nos ponía la carne de gallina cuando repasábamos lo que habíamos hecho en las últimas horas y cuando pensábamos en lo que representaba detener a un personaje semejante», nos contará uno de los agentes. Pero, por otro lado, con el pasar de las horas, «nos invadió un sentimiento de tristeza» al pensar en el motivo por el que lo habían hecho. «Porque queríamos resarcir a las víctimas del terrorismo de ETA, a todas, pero en especial a aquellos seis niños que fueron asesinados en el atentado contra el cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, a los que lo fueron en el atentado contra el cuartel de Vic, en el de Hipercor, en todos aquellos atentados en los que murieron niños, los homenajeados en Infancia Robada», que fue el modo como quisieron llamar a la operación.

El terrorista Josu Ternera fue fotografiado el jueves en la localidad francesa de Sallanches momentos antes de ser detenido.

Ciertamente, Josu Ternera escapó después de que el Tribunal Supremo le llamase a declarar por su responsabilidad en el atentado contra el cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza en el que fueron asesinadas 11 personas. En realidad, y siendo esta imputación terrible, puestos a hacer cuentas, sobre las espaldas de Josu Urrutikoetxea recaen responsabilidades de una profundidad mucho más perversa. Ternera forma parte de la alegre muchachada que en los albores de los años 70 y tras la muerte de Txikia, uno de sus líderes y referentes, configuraron la ETA tal como la hemos conocido en sus años más sangrientos. No necesariamente más crueles, pero sí más sangrientos. Junto con Argala, Txomin y Peixoto, principalmente, Ternera eliminó el liderazgo de ETA político militar, que acabó disuelta a principios de los 80, se hizo con los berezi -sus comandos armados- e inició los tristemente famosos años de plomo.

Durante todo este tiempo, Josu Ternera ha sido uno de los terroristas más permanentes de la organización. Fue responsable de los comandos, corresponsable junto con Antxon del aparato político, jefe del llamado aparato internacional. El periodista y profesor Florencio Domínguez, ahora director del Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo, en un magnífico libro dedicado al personaje, Una vida en ETA, contaba cómo Francia le trataba con tanta delicadeza en aquellos años que le concedía el permiso de armas y le permitía reclutar y citar a los suyos en los bares Le Madrigal y La Croix Des Champs. Tenía en nómina a dos topos del PNV cuya identidad nunca trascendió.

De algún modo, fue detenido por primera vez por culpa de su intransigencia. Se negó a dialogar con Francia y acabó así con el santuario que allí tenía la organización terrorista; echó a quienes, de los suyos, cuestionaron la procedencia del atentado de Hipercor y, cuando se acercaban las negociaciones con el Gobierno de Felipe González en 1989, en Argel, fue arrestado. Y lo fue tras la reunión del secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera, con dos abogados abertzales partidarios de los contactos. Cumplió su condena en los centros penitenciarios de Fresnes y Muret y, al finalizar, fue entregado a la Policía española en la frontera. Cuando estaba en prisión provisional, fue elegido diputado por la formación liderada por Arnaldo Otegi, Euskal Herritarrok, y designado miembro de la comisión de Derechos Humanos del Parlamento vasco.

Fue por su condición de parlamentario por lo que fue reclamado por el Supremo por el atentado de Zaragoza. El mismo tribunal que le había excarcelado dos años antes por considerar que los delitos por los que se le acusaba ya habían sido juzgados en Francia. En esta ocasión, a Ternera le incriminaba un informe de 1.300 folios elaborado por la Guardia Civil y no quiso esperar al resultado. Cuando el parlamentario Urrutikoetxea decidió escapar, ella, la agente que finalmente le detendría, solamente tenía seis años.

En esos 17 años, el terrorista se convirtió en un experto de la supervivencia y la ocultación. Ella creció y logró ser una de las agentes con mayor habilidad para el reconocimiento facial. Por eso no dudó un segundo cuando lo vio. Junto a ella, otros tantos agentes de edades parecidas y de cualificación similar -«con una gran personalidad, con una formación espectacular en cuanto a técnica pero también en cuanto a valores»- pasaron esa mañana en los aledaños de otros hospitales y centros médicos. Todos los de la zona. Algunos simulando que tenían el brazo en cabestrillo, otros con el hombro teatralmente fracturado. Todos esperando desde las cinco de la mañana en aquella fría mañana francesa, poder cobrarse, en lo posible, una deuda de dolor, de honor, de justicia. Primero con frialdad operativa, luego con emoción.

Ternera llevaba un tiempo viviendo en esta casa situada en la propiedad de un amigo que le ha estado dando cobertura y que le acompañó al hospital cuando fue detenido. En el interior contaba con todos los servicios básicos aunque él llevaba su vida en la mochila.EFE

No era la primera vez que la Guardia Civil seguía la pista de Josu Ternera. Lo hizo en Bélgica, cuando desde el grupo de los llamados refugiados o militantes abertzales o proetarras, residentes en este país que tanto los ha protegido siempre, llegó el rumor de que, entre ellos, se encontraba Josu Urrutikoetxea. Tres meses de trabajo descartaron los indicios. Incluso se le buscó en Venezuela, aunque a los pocos días una fuente fiable llamó para desmentir el primer dato.

En esta ocasión, hallaron el rastro hace 15 días. Sabedores de que el terrorista no tenía ninguna comunicación directa con los suyos, ni con su mujer ni con sus tres hijos, habían puesto focos permanentes en sus contactos indirectos. Y hete aquí que uno de ellos comentó a otro algo relacionado con una cita médica. Sólo sabían la fecha y tenían una intuición de quién podría necesitar asistencia. Durante varias jornadas se desplegaron por la zona de los Alpes y el día de la consulta se centraron en los hospitales de la demarcación.

De algún modo, los investigadores siempre han estado convencidos de que este territorio cercano a las fronteras italiana y suiza era el favorito del terrorista. De que, desde allí, se desplazaba a Ginebra para negociar con Jesús Eguiguren, el enviado del Gobierno de Rodríguez Zapatero en las negociaciones de 2008, y regresaba.

Cuando éstas fracasaron por la intransigencia de la banda y las operaciones policiales acabaron con su capacidad operativa, el único que quedó en pie fue Josu Ternera. Siempre logró escapar de los cercos policiales y, en una ocasión al menos, gracias a un chivatazo, de autoría nunca aclarada, en un momento delicado para el Ejecutivo, que no quería que un fallo en el proceso de legalización del brazo político de ETA provocase la regresión de la rama militar.

El escondite del terrorista.EFE

Pasados los años, el interés internacional en su búsqueda decayó. Al fin y al cabo, el Ejecutivo español había negociado con él cuando estaba prófugo y ni siquiera había instado a su detención cuando ya todo había fracasado y viajó de nuevo a Oslo para asesorar a la última cúpula de la banda y para -se rumoreó- asegurar su descendencia mediante la técnica de fecundación in vitro. Al fin y al cabo, la organización terrorista había dejado de matar, había escenificado una entrega de armas. Al fin y al cabo, la izquierda abertzale estaba en las instituciones españolas sin haber condenado a ETA y su compañero de filas, Arnaldo Otegi, se pavoneaba por ahí repartiendo carnets de pacificación sin ningún reparo. Pero hubo un fallo que la inteligencia gala no perdonó: que Josu Ternera pusiese la voz hace un año a la disolución, como representante, de una organización terrorista y el modo cómo lo hizo, responsabilizando al Estado. Ergo, si estaba en su suelo, debía ser detenido.

Después de la primera impresión que le dio ver cómo una chavala de 23 años le cazaba absolutamente determinada, sin asomo de miedo, Josu Ternera sí dijo a las autoridades que era otra persona. Su cita médica quedó automáticamente anulada. Había sido detenido a las puertas del hospital y llevado directamente a las dependencias policiales y, después, ante un juez que decretó su ingreso en prisión. Y ahí sí quiso hacerse pasar por Bruno Martí, escritor venezolano. Otra vez, la pista venezolana, el país en el que le quedan 20 compañeros con órdenes de busca, seis de los cuales han cometido 22 asesinatos. Llevaba su vida en una mochila -incluidos 4.000 euros cuya procedencia se ignora aunque pudo haberlos sacado en su día de alguno de los antiguos zulos de la banda-, seguía entrenando con disciplina militar y vivía en una desvencijada cabaña de latón y madera que le había dejado un amigo. Como una alimaña a la fuga repudiando su redención.

FUENTE: EL Mundo

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